1907. Un sanatorio en Temperley, en las afueras de Buenos Aires. El doctor Quintana se enamora de Menéndez, la jefa de enfermeras (de quien no sabe casi nada, ni siquiera el nombre de pila). Por este amor, por dinero y por la promesa de trascendencia, Quintana lleva adelante junto con sus colegas un experimento descabellado y cruel. La premisa es que una cabeza humana, separada del resto del cuerpo, permanece viva y consciente durante nueve segundos. 2009, un célebre artista global, ex niño prodigio, decide “dar vida al monstruo” y convierte su propio cuerpo (y el de otros a quienes ama) en arte y mercancía. En el transcurso del siglo entre una y otra historia median las palabras proféticas o banales de un coro de cabezas sin cuerpo, una colección de juguetes para niños ciegos y la “comemadre”, una planta cuya savia vegetal produce, en un salto entre reinos no del todo estudiado, larvas animales microscópicas capaces de devorar cualquier ser vivo y reducirlo a la nada.